Hoy, gracias a la entrevista radiofónica que me ha hecho Ángel Morales Camacho en Eñetvi, hablando sobre mi vida escolar, he comentado que estuve seis años interno. Pero, como viví una situación graciosa hace algunos años ya como profesor, he contado que un internado no era algo oscuro, parecido a un correccional o reformatorio. Y es que hubo una serie televisiva de mucho éxito, entre 2007 y 2010 en la que un grupo de alumnas y alumnos vivían sus aventuras en un internado en el que ocurrían cosas tremebundas. Mis alumnas y alumnos de aquel curso, de unos diez u once años, cuando les dije que había estado algunos años interno, mostraron su sorpresa y expresaron una especie de profunda condolencia. Les expliqué que esa serie no era precisamente un fiel reflejo de la realidad e intenté darles una imagen muy alejada de esos tópicos televisivos.
Es posible que muchas personas, por su edad o por otras causas, no sepan qué es o qué era un internado educativo. He dicho que los internados en los años setenta del siglo XX eran muy abundantes y, sin ir más lejos, en la provincia de Ciudad Real los había en Ciudad Real, Alcázar de san Juan, Almodóvar del Campo, Herencia o Villarrubia de los Ojos.
Como instituciones educativas los internados cuentan con una historia de varios siglos. Solían estar en manos de las órdenes religiosas y funcionaban, en realidad, como una empresa en la que las familias pagaban la asistencia a esos centros. Además, había y hay otros centros educativos en régimen de internado como los seminarios.
El internado era un colegio que ofrecía la posibilidad de alojamiento y "pensión completa", por decirlo de forma gráfica. Así, al inicio del curso, a mediados de septiembre, los internos (y las internas, aunque no eran mixtos) llegábamos al colegio con nuestro equipaje, que era la ropa y el calzado, marcada con nuestras iniciales y con un número, la bolsa de aseo y la de limpieza del calzado. Dentro de lo que he denominado "la ropa" estaba toda la que pudiéramos necesitar en una larga temporada, a veces, meses. Además, estaban los pijamas, el albornoz, las toallas, un bañador, dos o tres juegos de sábanas, una o dos mantas y una bolsa de tela en la que íbamos metiendo la ropa sucia para llevarla a lavar, el día correspondiente. Había colegios en los que había que llevar el colchón, si se era nuevo. En otros te ofrecían la opción de comprarlo allí directamente o en alguna tienda cercana.
La comida no sé si estaba tácitamente prohibida o sencillamente se recomendaba no llevarla aunque la verdad es que casi todos teníamos algún alimento disponible. Allí desayunábamos, comíamos, merendábamos y cenábamos a diario. Lo más frecuente es que nos quejáramos de esas comidas y que dijéramos que pasábamos hambre. Con el tiempo y la madurez que íbamos adquiriendo esas opiniones y valoraciones iban cambiando. Nuestros padres cuando escuchaban eso del hambre primero se sorprendían y preocupaban y, después, se daban cuenta de lo que verdaderamente significaban esas quejas.
Pensemos en alumnado de ocho, nueve, diez años y lo que supone que un buen día de septiembre se despide de su familia, su casa y sus amistades y compañeros y se va a un centro en el que habrá unos doscientos o trescientos compañeros de todas las edades, profesores y padres (religiosos) y el personal laboral, casi siempre mujeres y que las comidas tendrán ese "toque" tan particular de lo que se ha cocinado para tantas personas. Los olores, por ejemplo, eran especialmente significativos. No era lo mismo percibir lo que tu madre cocinaba que lo que se había preparado en una cocina tan grande.
Un simple huevo frito se convertía en toda una aventura. ¿Te tocaría uno muy reciente o ya frío? ¿Estaría entero o reventado? ¿Estaría tan hecho como para parecer cocido o con la clara o la yema muy poco hechas?...Y, por cierto, a esas edades, las valoraciones de los compañeros, en general, eran muy tenidas en cuenta y, en particular, las de los veteranos o de los mayores. Los padres, es decir, los sacerdotes que trabajaban y vivían allí, hacían lo posible e incluso ponderaban lo muy buenas que estaban las comidas pero sus palabras tenían muy poca credibilidad en esos primeros años.
En cuanto a la edad he dicho anteriormente que éramos chicos de ocho, nueve, diez años y más, pero lo cierto es que había alumnos de menor edad. Al primer colegio en el que estuve llegaron, con el curso ya empezado, unos hermanos. Uno de ellos se convirtió, desde su primer día, en el más conocido y querido del colegio porque era, con diferencia, el más pequeño. No estoy seguro pero podría tener cinco años. Sus dos hermanos no eran mucho mayores.
Los dos internados en los que estuve eran de los padres escolapios y estaban organizados en secciones o plantas. En el primero de los internados había dormitorios, servicios, duchas y salas de estudio en tres plantas, a saber: la cuarta, de los mayores. la quinta, de unos diez a doce o trece años, y la sexta, de los pequeños. En la quinta y la sexta planta había un dormitorio corrido, dividido en camaretas, es decir, recintos separados por unas paredes de un metro de altura, aproximadamente. En cada camareta había ocho camas. En la cuarta el dormitorio estaba dividido en pequeñas habitaciones individuales, las camaretas de verdad. Cada sección estaba a cargo de un padre, que dormía en su habitación. En la quinta había dos padres.
Nos levantábamos temprano, con música o la radio. Era el momento de ir al servicio, de asearse y vestirse. Bajábamos en filas al comedor y desayunábamos una taza de leche con cacao y pan con mantequilla. Del comedor volvíamos al dormitorio y ya nos íbamos a las filas para entrar junto con nuestros compañeros externos y mediopensionistas en las clases. Nos podíamos llevar un trozo de pan con algo más de comida para el recreo. Tras las horas de clase de la mañana íbamos al comedor y después salíamos al patio un rato muy corto. Enseguida subíamos al dormitorio para lavarnos los dientes y al estudio, es decir, la sala de estudio, en la que cada uno teníamos nuestro sitio, con nuestros libros y materiales. Allí había que estar en silencio, estudiando, leyendo, escribiendo o...aparentando que lo hacíamos. Si era necesario podíamos consultar dudas en voz baja al compañero o al profesor o padre que nos estuviera vigilando. Otra vez a clase, dos horas, y llegaba la hora de la merienda. En fila íbamos pasando por la puerta del comedor y nos daban un trozo de pan con chocolate, un bocadillo o similar.
Salíamos al patio y a las siete menos cuarto subíamos otra vez al estudio, hasta la hora de la cena. Y después de la cena había un rato de tiempo libre, lo que incluía la televisión, y otra vez estudio. Y ya a eso de las diez de la noche, descansillo corto y a la cama. Si no recuerdo mal una vez o dos a la semana había duchas obligatorias.
Los fines de semana había alumnado que se iba a sus casas y, un buen número, nos quedábamos allí. Los horarios eran más relajados pero seguíamos teniendo un buen número de horas de estudio. Además, solíamos tener cine y salidas a otras actividades muy interesantes. Los padres escolapios creo que tenían una visión muy cercana a los principios y metodologías de la ILE, la Institución Libre de Enseñanza, pero desde la vivencia religiosa. Así, salíamos al cine, al teatro -y los padres nos insistían mucho en lo interesante e importante que era, frente a nuestras preferencias más cinematográficas-a ver museos, a pasear, a competiciones deportivas, y de acampada a lugares tan extraordinarios como la Pedriza.
Desde el punto de vista religioso teníamos una misa semanal además de la del domingo. Rezábamos antes de las comidas y se preparaban muy especialmente algunas fechas y festividades religiosas como el día de san José de Calasanz, el 27 de noviembre o el de la Inmaculada, el 8 de diciembre.
Aunque tenemos documentos de aquellos años no podría afirmar en este momento el coste mensual de cada plaza del internado. Sí sé que eran caras y que, cada cierto tiempo, el padre que llevaba la administración, pasaba por las clases para recordarnos que había algunas familias que no habían pagado. También había alumnado becado, por ejemplo, hijos de trabajadores de Teléfónica, especialmente si eran huérfanos o de la llamada Operación Plus Ultra.
Ese primer año en el que yo llegué al internado en Madrid, en 1972, el metro costaba tres pesetas y una caña de cerveza rondaba las seis o siete. Y un bocadillo de calamares en el mítico "El bar de los bocadillos" que había en el barrio de Moncloa, un bocata de calamares costaba once pesetas. Los mayores nos mandaban allí y, a veces, nos comprábamos uno. Me llamaba mucho la atención la presencia de soldados que estaban haciendo la mili y, sobre todo, la de los legionarios, con su aspecto tan peculiar y característico.
En los internados había un padre que era el rector y, un padre prefecto que hacía las veces de coordinador de los internos. En mi época, primeros años setenta, estos colegios ya contaban con un número considerable de profesores ajenos a la orden religiosa.
Estos internados solían tener buenas instalaciones y muy buenos equipamientos de materiales didácticos de todo tipo aunque no siempre se utilizaban. A mí siempre me dio rabia ver desde una ventana lateral distante una especie de gabinete de Historia Natural y que no pudiéramos visitarlo frecuentemente. Creo que alguna vez nos mostraron algún que otro elemento, como un búho real disecado o alguna que otra roca.
Había pistas deportivas, salón de actos y cine, que estaba también abierto al público los fines de semana, previo pago de las entradas, siendo libre para nosotros, laboratorio, biblioteca, capillas, iglesia y sacristía, y algunas dependencias más, como las destinadas a la comunidad religiosa y a los trabajadores del colegio. Además, había espacios de acceso restringido pero, ya siendo veteranos a veces consegúiamos visitar algunos, cargados de un sentimiento entre la aventura y el miedo. Otras dependencias curiosas eran habitáculos como el reservado para las multicopistas, almacenes de materiales escolares o una especie de tienda que nos facilitaba la adquisición de algunos materiales escolares o de uso cotidiano. Había un portero o conserje, una gobernanta, cocineros, "botones", las señoras del comedor y los cocineros.
La experiencia, mí experiencia, de seis cursos fue muy enriquecedora pero, sinceramente, dura.
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