Tras caer un par de chubascos me he acercado a ver qué había pasado en uno de los charcos que vengo siguiendo. El nivel del agua no ha subido y en los charquillos adyacentes se ven los restos de los renacuajos de sapo corredor (Epidalea calamita), apenas unas manchas negras ya cuarteadas y rotas por el paso de un coche por encima. En otro lado se ve una coloración castaña, son las conchas de los concostráceos, esa especie de minúsculos mejillones, que se cuentan por muchos cientos en apenas unos centímetros cuadrados. El año pasado pude ver, en Villarrubia de los Ojos, unas concentraciones impresionantes, que cubrían literalmente las pequeñas depresiones del fondo de una laguna estacional. Todo un espectáculo.
Sigo mirando detenidamente el charco. En un lado quedan apenas un par milímetros de agua. Me fijo bien y está como en ebullición, como en movimiento. No son los concostráceos sino las pequeñísimas "dafnias", las llamadas "pulgas de agua", también branquiópodos, que siguen su alocado movimiento.
Hago algunas fotos con el móvil. Pongo una cinta métrica y en apenas veinte centímetros se ve el borde de ese charquillo con las conchas plagado.
A escasos metros, en una baña, todavía con algo de agua, se ve el movimiento de los concostráceos. Más allá, me llama la atención una orquídea preciosa, la "Orchis papilionacea", a escasos centímetros del "tomillo del Señor", como se conoce en Piedrabuena, Ciudad Real, desde dónde escribo estas líneas, la "Lavandula stoechas", con ese color que me atrevo de calificar de poderoso y vital.
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