Ayer, 22 de marzo de 2018, jueves, fue el Día Mundial del Agua. Para mí es un día importante, muy importante, e intento vivirlo de la forma más acorde posible. Por un lado suelo hacer actividades diferentes -y que intento que sean motivadoras- con mi alumnado. Por otro, cuando puedo, voy a algún sitio, escribo algo o hago algunas fotos.
Ayer, casualidades de la vida, mi hermano me llevó al campo y allí pude contemplar un arroyo, el arroyo de mi infancia, corriendo. Sentí algo muy profundo, muy intenso, que estuvo a punto de hacerme llorar. Recordé a mi padre (que en paz descanse), batallando como estaba mi hermano, con esa tierra que se inunda cada muchos años. Recordé las ranas y una de mis primeras culebras viperinas, nadando y sumergiéndose en el fondo, a la espera de capturar alguna presa.
Recordé el olor del cieno cercano, las bandadas de aves que se levantaban cuando llegábamos con el carro de Casimiro (que en paz descanse), la casa de Estebitan, ese hombre que iba y venía con su borrica y cuya casilla y alberca eran una simple isla. Recordé la mula "Sevillana" cruzando el arroyo, con verdadera oposición. Después mi padre hizo un puentecillo por su cuenta.
Ese arroyo aporta aguas de la sierra cercana a la Madre Chica, a escasos metros ya del río Gigüela. Esas aguas cristalinas se remansan en los plantíos y vuelven, poco a poco, a su cauce.
Cae la tarde, fría y muy clara. La luz es preciosa. Se escucha el agua y el canto de un pájaro que me recuerda al "chorlito", nombre vernáculo en Villarrubia de los Ojos del Alcaraván común, "Burhinus oedicnemus".
Cae la tarde, fría y muy clara. La luz es preciosa. Se escucha el agua y el canto de un pájaro que me recuerda al "chorlito", nombre vernáculo en Villarrubia de los Ojos del Alcaraván común, "Burhinus oedicnemus".
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