Desde pequeño, es decir, desde hace más de medio siglo, he estado yendo a bares. Para mí, los bares son algo muy importante, que forma parte de mi vida, de mi día a día. Desde hace tiempo vengo pensando en el tema. Me gusta pensar y darle vueltas al asunto. A veces lo hablo con familiares y amistades. Sé positivamente que no todo el mundo tiene las mismas percepciones que yo, afortunadamente.
No hablaré en esta ocasión, de los bares de mi infancia ni de mi adolescencia y juventud, sino de unas ideas muy generales, que deseo compartir y de uno en concreto que, curiosamente, puede ser reflejo de otros muchos.
Por un lado pienso que la variedad de bares que hay en España es impresionante y que la evolución experimentada en los últimos cincuenta años es digna de estudio. En nada se parecen los pequeños estableciemientos de aldeas, pueblos, barrios periféricos y similares a los que fueron hechos con una importante inversión, por citar sólo uno de los factores.
Hace poco, por ejemplo, estuve en uno de esos bares grandes y un poco desangelados, a mi modesto entender, de una aldea. El ruido se convierte en uno de los principales actores no deseados. Y, en ese caso concreto, no era el producido por la cafetera chirriante al calentar el agua o la leche, ni por la trituadora del café, ni por las actuaciones estelares de clientes protagonistas de series interminables de vacuidades e improperios, exabruptos y blasfemias, o bravuconadas y relatos de nulo interés y gusto. No. La protagonista es la televisión, diana, centro de atención y dueña del espacio y tiempo.
Un par de perrillas descansan junto a una estufa de leña y a dos clientes de pocas palabras y ratos largos, como las copillas. Una pareja ha salido a la calle a fumarse un cigarro y darse unos picos, mientras la camarera mira a la tele y sirve unos cafés como quién se retira el flequillo.
Calendarios de tías en pelotas que anuncian excavaciones y servicios de calefacción, algún reloj enorme y horroroso de la marca de cerveza al uso, un billete enmarcado, recuerdo de las primeras cien calas que pagó alguien, dos o tres enchufes descolgados e hiper explotados, una barra larga con pequeña vitrina cristalera que amarillea. Unas tapas escasas y una cartulina, con una cuadrícula numerada que anuncia la próxima porra. Una foto de una virgen y un par de cuadros de paisajes al óleo de caballos al anochecer, espantosos y a juego con el amontonamiento de cajas de las bebidas de ese mes.
Del servicio hoy no hablamos. Los precios son bajos. Pero, ojo, un amigo nos advierte. Los fines de semana, a medio día, se tapea que da gusto. Es cuando viene to el mundo. A esas horas están la Mari y el dueño. Es otro lugar. Nada que ver. Recuerda a los viejos tiempos, cuando lo abrieron y fue el campanazo. No había otro bar así, no le hacían la competencia más que dos o tres despachos o tabernillas. Las raciones eran la gran atracción, la música, las bebidas espumosas de marcas coloridas y, un poco, la novedad. Máquinas, futbolines, billar, dados, dardos, cartas, música a la carta...
Pero la gente se empezó a ir y todo cambió. Varios traspasos y algún cierre. Crisis y cambios. Un bar grande, desangelado, de barriles y cajas en la puerta, luminoso roto, y más abandono que otra cosa. Árbol sin podar que fructifica poco. Espejo sin memoria, memoria sin espejo. Pasado próximo. Un bar de los muchos miles de esta España nuestra.
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