Hace pocos días me enteré de la muerte de una joven de dieciocho años en Piedrabuena. Cuando supe que una chica con toda una prometedora vida por delante se había quitado la vida pensé que tenía que escribir algo. Me vinieron a la mente algunas ideas.
A los dos o tres días saltó la noticia del suicidio de la actriz Verónica Forqué. Yo sabía que en España el número de muertes diarias por suicidio es muy alto, por encima de la mortalidad por accidentes de tráfico, por accidentes laborales o por violencia de género. Lo que no sabía es que esa cifra está aumentando ni que ahora el número de mujeres que se quitan la vida también estuviera creciendo.
Ya sabía que esa idea de que la información sobre los suicidios genera más suicidios es falsa. Escuché una vez una entrevista larga a una persona que estaba muy bien informada y que manejaba estadísticas muy fiables.
La realidad es que, lo que está ocurriendo, precisamente, es que este silencio impuesto está matando. Y me explico.
¿Saben las personas qué hacer cuando se encuentran ante ese impulso mortal? Como sociedad, ¿tenemos respuestas rápidas y asequibles para todo el mundo? Por ejemplo, una persona joven, por las razones que sean, siente que no puede seguir viviendo, ¿conoce la existencia de profesionales dispuestos a ayudarle a golpe de teléfono? ¿Conoce todo el mundo
el teléfono de la Esperanza? Tienen, por ejemplo, desde hace más de cincuenta años, una línea especializada en suicidios.
¿Saben esas personas los miles, los cientos de miles de profesionales y no profesionales que están dispuestos a ayudarles a superar ese bache, ese socavón, ese sendero resbaladizo y peligrosísimo que aboca al precipicio? ¿Conocen los diferentes protocolos de actuación existentes en las instituciones españolas?
La respuesta es desoladora. Me temo que no. El suicidio sigue siendo un tema tabú. Es muy desagradable, doloroso y nos da miedo. Como suena. Así, cerrando los ojos y mirando para otro lado nos parece, como sociedad, que no existe el problema en toda su gravedad, en toda su profundidad y, sobre todo, en toda su magnitud.
Porque estamos hablando de once personas diarias en España, ¡que se dice pronto! Sin embargo dedicamos, se dedican horas y horas de los llamados medios de comunicación a hablar de nimiedades, o de tal o cual asesinato, por ejemplo, que se convirtió en un gran espectáculo, por las razones que fueren...
Si multiplicamos 365 días por 11 nos sale una cifra impresionante que debería hacernos abrir los ojos y la boca para decir: ¡ya está bien de ocultar la realidad, por dura y amarga que sea!
Tenemos derecho a estar informados e informadas y se nos está negando ese derecho, en una sociedad que se autocalifica de democrática, abierta, plural, moderna, avanzada, humanitaria, que respeta la libertad de expresión y el derecho a estar informados.
Con el suicidio pasa como con el cáncer, que no da la cara, que no presenta síntomas que nos hagan presagiarlo o poderlo dictaminar y evitar.
Pero también pasa lo que ocurría con el cáncer hace treinta o cuarenta años. Sencillamente, se evitaba hablar del tema. En unas jornadas sobre cáncer infantil, organizadas por Afanion, uno de los familiares de un niño con cáncer nos recordaba cómo tuvieron que luchar para que la planta en la que hospitalizaban a los niños y niñas con enfermedades oncológicas pasara del segundo sótano de muchos hospitales, a la planta cuarta, de Pediatría. ¡Sorprendente! Y es que se pensaba, en aquellos años, que era algo tan fuerte, tan duro, tan doloroso, que lo mejor era apartarlo de la vista. Se decía que el mero hecho de que otros pacientes y familiares vieran esas situaciones les bajaría el ánimo. Pensémoslo. Algo así viene ocurriendo con el suicidio.
Nuestros jóvenes y no tan jóvenes tienen derecho a recibir ayuda. Pero ¿y las familias de esas personas?¿No necesitan también un apoyo específico? Parece ser que, una de esas ayudas, consistiría en crear un teléfono directo de tres cifras. Además, se habla de la necesidad de contratar a más psicólogos en los servicios de salud pública. Yo creo, en mi modesta opinión, que tenemos que hacer mucho más. En los colegios, en los institutos, en las universidades, en los pueblos y ciudades, las personas a las que nos preocupa tenemos que empezar a hablar, a reunirnos y a buscar soluciones. Tenemos que lanzar un mensaje alto y claro, contundente, convincente, que diga que la vida merece la pena y que estamos dispuestas y dispuestos a hacer todo lo que haga falta para evitar esos fatales desenlaces.
Hay que hacer visible el problema de todas las formas posibles. Tenemos que movernos y conseguir que esta tendencia ascendente cambie drásticamente. Lo que está en juego es, nada más y nada menos, que la vida.
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