Un día íbamos paseando por un camino y una persona a lo lejos comenzó a decir, en alta voz, el nombre de uno de nosotros. Nos dimos la vuelta pero estábamos suficientemente lejos para no reconocer a esa persona. Nos fuimos acercando y las llamadas seguían. Ya a escasa distancia el nombrado, por no decir, vociferado, se identificó y preguntó que si le conocían. Nuestra sorpresa, con una carga considerable de malestar e indignación, no paraba de aumentar.
-¡Uy, no, estoy llamando a mi perro, que se ha metido por ahí y no lo veo!
No, no es la única vez. En Londres, allá por 1988, un argentino de mucho intelecto y poco tacto, llamaba a su tortuga, su querida tortuga, con un nombre de persona. Era el elegido el de un dictador pero ¿es que no hay otras personas con ese nombre? Y, por otra parte, los dictadores tiene su parroquia, muchas veces más numerosa que la de los adversarios. (No, no estoy defendiendo las dictaduras, estoy llamando pan al pan...) Era curioso porque iba por el mundo de persona culta, respetuosa, defensora de los valores humanos y bla, bla, bla...
En España en tiempos de un presidente de gobierno que había sido elegido democráticamente escuché como con sorna y muy mal gusto llamaban a un perraco con ese nombre.
Y ¿qué decir de los libros de texto que usamos a diario en los colegios? Pues eso, que no hay color. Que en las lecturas y frases de los ejercicios vemos perritos, gatitos y demás fauna con nombres que nunca coinciden con el dueño de la empresa o multinacional o de las autoras y autores de estos ejemplares y edificantes materiales.
Concluyendo, jamás pongas el nombre de una persona a un animal.
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