En marzo de 2002 envié este escrito sobre la obra de Ignacio Meco al diario Lanza de Ciudad Real. Hasta dónde yo sé no me lo publicaron. Me acabo de encontrar el correo electrónico y he pensado que podría ser interesante publicarlo tal cual.
La iniciativa del Ayuntamiento de Daimiel de organizar una exposición antológica con la obra de Ignacio Meco es verdaderamente encomiable. Dos salas (en el Centro del Agua y en la Casa de Cultura) llenas del quehacer de este artista desde 1969 al 2002. Dos salas en las que se muestra la selección de los trabajos de un artista de la Naturaleza y de un artista en la Naturaleza y de un artista con la Naturaleza. Estas preposiciones (de, en y con) intentan mostrar aspectos -a mi juicio fundamentales- para entender y valorar estas obras. Esa es la estética que se funde con la ética de Ignacio Meco. Pero hay mucho más. Y es que Ignacio ha trabajado mucho y en diferentes campos. Sus obras transmiten esa paz interior que irradia su persona. Sus obras están transidas de una suerte de panteísmo cósmico, de budismo milenario o "sanfranciscanismo". Su virtuosismo parece ser posible gracias a esa forma de concebir el tiempo sin medida, sin la prisa atroz que nos despoja. En algunos de sus grabados a mi se me antoja estar contemplando estampas orientales, del lejano Oriente, como si hubiera estado años trazando esas líneas de los juncos en las marismas y esos reflejos y sombras de las espátulas. En algunos grabados la complacencia se desvanece para transformarse en patetismo, el suelo desgarrado por las grietas, la tensión de los colores y las líneas...el asfixiante calor, la ausencia del agua, la silueta de unos animales que hozan y buscan su comida...y es que el retrato de la naturaleza de Meco tiene mucho del naturalismo "buffoniano", frente a la concepción "fijista" aparece "el dinamismo del mundo viviente".
Ignacio tiene algo de primitivista, sus colores a veces son colores "indígenas", colores muy puros, muy bien "adosados" unos con otros. En sus esculturas se aprecia ese gusto colorista casi maya. Todas sus esculturas son una extraña mezcla de vanguardia en la retaguardia, son tótems, son restos de la nada y del vacío y del olvido. Son el lenguaje de otra naturaleza que se niega a desaparecer. Son figuras animales que han recobrado la vida a través de los despojos. Son como los nervios no putrefactos todavía de una hoja en otoño o el esqueleto de un pajarillo o la piel de una culebra, pero traídos de los portales nocturnos del gran Madrid. La magia se instala indefinidamente en esas creaciones y la evocación y el recuerdo se funden con el nuevo ser ciclópeo.
En otros trabajos se vislumbra una nueva abstracción, rasguños de sueños, tal vez de pesadillas, a veces lorquianos, a veces albertianos, a veces tachismo, a veces lirismo, escaleras tendidas a una luna inalcanzable.
La armonía es la nota que rezuma toda la obra expuesta, el salitre de la tierra, de la entraña más profunda, de la salmuera que se seca con su último color de almagra.
Como decía Neruda, la obra de Ignacio Meco tiene la poesía de los cántaros del pueblo, de los ceramistas del pueblo, de las huellas digitales de los alfareros.
La imagen es de Ignacio Meco. Nos la cedió para este libro.